El planificador

El inquilino de la Moncloa quiere convertirse en propietario, es decir, quiere rebelarse contra el casero e instalarse de por vida en palacio. El casero, o sea, nosotros, aunque no lo parezca, somos los propietarios actuales del chalet tan demandado por la casta política. La democracia nominal así nos lo dice: somos los propietarios. Pero el inquilino tiene sus trucos. Para eternizar su estancia en palacio, nada mejor que ganar sucesivas elecciones, una detrás de otra, ante la impávida barba del opositor. Y para ganar elecciones, nada como infinitas campañas de marketing. Para éstas, el dispendio sin fin, los inmumerables planes alfabéticos, de la A a la Z, pasando por la E, obviamente.
Éste es el fin último, la planificación socialista. No importa tanto la letra del plan, como el hecho del plan en sí mismo. El plan es la conversión del hipotecado solar nacional en un cuartel pacifista, en una dictadura blanda y mediática. La dependencia absoluta del gobierno, nuestro salvador, quien creará los empleos para abrir y cerrar zanjas en los municipios, quien suministrará los cheques, los subsidios, las pensiones como premio a una buena vida de obediencia. Todo a través del gobierno, el intermediario supremo, quien nos coje el dinero con una mano y nos lo devuelve con la otra, ya menguado, cómo y cuándo quiere, según cumplamos mejor o peor las infinitas regulaciones que marcan y marcarán nuestras vidas. Y nosotros, agradecidos, votaremos hasta el fin.