Se discute el uso del velo integral en lugares públicos. Se discute y se prohíbe, el burka. Por degradante para la mujer que lo lleva; por estremecedor para quienes la vemos o no la vemos. No se sabe cuál es peor alternativa, si ver a la mujer integral/integrista o no verla, cuál será peor castigo. (No todas las usuarias del burka prometen tanto como la de la foto, ni mucho menos.) También se prohíbe o se debería prohibir el burka por inseguro, como hipotético envoltorio del ladrón o del terrorista fugaz. En Francia, los cacos ya asaltan los bancos vestidos con burka. Es la nueva moda, el nuevo mono de trabajo; los del gremio se internacionalizan para mejorar su productividad en tiempos de crisis. Así que si el policía llega tarde, la ley nada pudo hacer para evitar esa entrada estrafalaria de los ladrones de Alá en el banco, pues los bancos no son lugares de propiedad pública, al menos de momento; y las calles por las que accedieron a ellos tampoco. Luego la prohibición de vestir el burka en lugares públicos parece que se queda corta. O se prohíbe en más lugares o no dejaremos de verlo más que en las oficinas del censo municipal o en las delegaciones de hacienda, imposibles éstas de asaltar, por otro lado.
Pero el burka, al fin, no es más que un subproducto del asunto mayor que es la inmigración, esa pretendida libertad de movimientos, corporales e internacionales, por una propiedad ajena, por un país al que uno no pertenece. Aquí, un inciso. Que uno pertenece a un país está claro; ahora habría que hacer que el país perteneciera a uno. Una privatización más intensa. Una privatización de las calles, por ejemplo, donde el derecho de admisión fuera perfectamente posible. Privatizando las calles, de paso, se eliminaban los botellones de los nenes y los residuos tóxicos de los canes, pues el propietario ya se cuidaría de tener una propiedad floreciente y luminosa de tiendas y neones nocturnos, luminosa de primavera. Privatizando las calles, por otro lado, los ayuntamientos liquidaban sus deudas. Fin de la deuda municipal y fin del inciso. Teníamos el burka como subproducto de la inmigración indiscriminada, como si se nos obligara por ley a la tolerancia, como si no fuéramos dueños de nuestro propio país y estuviéramos obligados a admitir a cenar cada noche al primero que pase por nuestra casa. Y el que se queda a cenar, luego se tiende en el sofá con intención de quedarse también a dormir, rebaña la calderilla que hay sobre la mesa, utiliza nuestro cepillo de dientes (el sistema sanitario) y finalmente pretende que le demos una lección (educación gratuita). Nosotros debemos ser tolerantes, un país de puertas abiertas, el hogar del mundo.
El burka está indudablemente tejido de islam. Es islam 100% lana virgen. Y en asuntos de islam más vale andarse con ojo para no terminar como el mulá Omar (el jeque tuerto). Consideremos al islam como un club. Un club al que uno se adscribe por nacimiento, es decir, es de inscripción obligatoria, y al que no se podrá renunciar jamás, pues la apostasía está penada con la muerte. ¿El legítima la existencia de tal club?
Publicado en Semanario Atlántico
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