Habría, pues, una correlación entre la inflación monetaria y la consiguiente deflación de las costumbres. Un acortamiento de la preferencia temporal del pueblo inducido por la inflación. Si el dinero vale nada mañana (pues todo cuesta exponencialmente más al día siguiente), cómo no quemarlo rápido en la hoguera de la noche; antes de que se ponga seco y amarillo de un día para otro, encerrado en la tristeza del pantalón. La hiperinflación como epifanía de Aristipo de Cirene, ese filósofo del hedonismo inspirado en alguna playa de la antigüedad.
El dinero se quemaba en los éxtasis prematuros de las noches de Berlín. Se jugaba en los casinos paralegales de las Vienas derruidas tras los imperios austrohúngaros, en los Chicagos de los imperios por nacer. Había que jugarse los billetes (que no iban a ver el amanecer de ninguna de las maneras) en alguna ruleta rusa o postbolchevique, pues el futuro se iba a escurrir igualmente entre la baraja que brillaba en algún garito de la cada vez menos iluminada Berlín Alexanderplatz.
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